«Y ahora vamos con las buenas noticias: el sector de… ha experimentado un crecimiento de… / las ventas de… han crecido un…» Así podría empezar cualquier noticia en un telediario cualquiera, un día cualquiera, en un país cualquiera. Crecer es bueno, siempre, porque sí.
(Crecer por crecer es la filosofía de una célula tumoral.)
Si no se puede crecer para siempre, en algún momento, en algún punto, habrá que parar, se supone. Sin embargo nadie se está preguntando: cuántos coches son los máximos que podemos fabricar o vender, cuántos turistas podemos recibir cada día en nuestro país o nuestra ciudad, cuántos teléfonos móviles necesitamos, cuántas vacas pueden alimentar nuestros prados, cuántos árboles pueden regar nuestros acuíferos… Y sin preguntarnos eso, siempre nos parecerá bien seguir creciendo.
(Un ser vivo que no sabe parar de crecer tiene una enfermedad mortal, e inexorablemente acaba muriendo de forma prematura.)
La siguiente gráfica representa el feliz mundo que nos pintan nuestros medios de comunicación, nuestros economistas, nuestra clase política (casi) al completo. (Nota bene: es la gráfica médica de un ser que ha contraído una grave enfermedad, y se encamina a su muerte.)
Esta otra gráfica representa la curva de crecimiento finito, limitado, autocontenido mediante un ADN sano, de un ser humano normal a lo largo de su vida:
El contraste de ambas gráficas representa la disyuntiva ante la que se encuentra nuestra especie: seguir creciendo sin freno y morir en el intento, o bien pisar el freno de emergencia y atenernos a los límites.
Va siendo hora de recuperar una frase que deberíamos decir con más frecuencia, muchísima más frecuencia:
TODO
TIENE
UN
LÍMITE.
