Tras leer la réplica de Bordera y Turiel a Santiago, Tejero y López en el debate público en curso entre decrecentistas y greennewdealers, considero que podría aportar algo en determinados puntos, aunque sigo echando de menos la intervención en el mismo de alguna mujer. Seguro que Yayo Herrero, Marga Mediavilla, Carmen Duce o Begoña de Bernardo (por citar sólo algunas) podrían arrojar perspectivas bien interesantes y desmasculinizar un poco el tono de este debate. Pero mientras esperamos a que se animen a ello, aquí va mi grano de arena.
En primer lugar, mi sospecha de que la acritud que han mostrado estos GNDealers en su texto puede tener mucho que ver con el hecho de que se ha tocado uno de los puntos más débiles, desde el punto de vista de una política de izquierdas, de sus propuestas, de entre todas las razones que hay para descartarlas. Quizás sospecho también que el tono hiperbólico-coloquial y la ausencia de una exposición de datos más fría y sostenida por enlaces a informes que respaldasen algunas de las afirmaciones por parte de los decrecentistas hubiera favorecido otro tipo de respuesta.
En cuanto a las expresiones de proximidad en los fines entre ambas posturas, creo que tienen más de pose de cara a la galería que de coincidencia realmente asumida. Si no, baste leer esta grouchomarxiana expresión que podemos encontrar en el artículo de López, Tejero y Santiago: «tanto los firmantes de dicho artículo como el de este compartimos unos fines de transformación social muy parecidos, una sociedad sostenible y justa (y por tanto poscapitalista, ecosocialista, ecofeminista… añadan el sustantivo de alta intensidad ideológica que más les motive)». Es decir, «estos son mis sustantivos, pero si no les gustan pongan ustedes otros» o «Estamos tan seguros de compartir fines que dejamos que cualquier lector desconocido defina nuestros fines». Estos términos más que generar proximidad, lo que crean en una creciente desconfianza en quien esté leyendo sus escritos desde el lado decrecentista.
También encontramos un roce importante (y absurdamente recurrente) en la cuestión de qué es concretamente un colapso, de qué colapso hablamos exactamente, y quién y cómo lo define. Aquí aprecio la mano de Emilio Santiago Muíño que sigue utilizando su definición particular de «colapso», que aquí concreta como «Estado fallido» aunque en otros de sus textos lo identifica con la «desaparición» del Estado (no es lo mismo fallar que desaparecer, aunque lo primero pueda ser seguramente un paso previo necesario para la segundo), cuando sabe que no es una definición compartida ni por sus adversarios dialécticos ni por el público en general. Pero eso sí, estos autores presumen de que la suya es la única definición de colapso «rigurosa». Y aquí Bordera y Turiel no entran en su respuesta al trapo, posiblemente porque sea una cuestión relativamente secundaria al objeto principal de la discución en curso, que gira en torno al colonialismo energético, y saben que si no nos hemos puesto aún de acuerdo en una definición común de colapso, ahora sería contraproducente insistir en las conocidas posturas al respecto.
Entrando ya, pues, en este asunto central del colonialismo visto desde la óptica del nacionalismo, el artículo de los dealers contradiluvianos da a entender con bastante nitidez que cualquier ruptura con la UE nos llevaría a una España nacionalista, y por lo tanto fascista. Esta afirmación es sumamente discutible. En primer lugar porque si hablamos de contextos antidemocráticos, la UE lo es en un grado notable y además creciente, pues lejos de arreglar sus largamente reconocidos déficits democráticos, los está agravando estos últimos años a raíz de diversas crisis, comenzando por las migratorias y siguiendo por la bélica actual. Por otro lado concluir que la salida de la UE conduce necesariamente a un determinado tipo de gobierno en el Estado que la abandona sólo puede ser calificado de determinismo político, aparte de que niega las posiciones euroescépticas de izquierda, de larga tradición en el continente. Por supuesto, también niega que la UE pueda acoger en su seno, en países integrados, tendencias de extrema derecha, para lo cual baste ver los actuales gobiernos de Hungría o Polonia. Y finalmente, hace un inexcusable totum revolutum del nacionalismo al concluir que sólo puede ser de tipo fascista, negando toda una tradición de nacionalismos situados en la izquierda.
(Por cierto, que el determinismo político de los autores se trasluce en varias ocasiones a lo largo de su texto, como cuando acusan de «reforzar un discurso cuya salida no va a ser, ni de lejos, un cuestionamiento decrecentista del modelo de desarrollo». Esto llama bastante la atención en personas tan sensibles a detectar determinismos en los demás, pues no pocas veces merecemos la acusación de «deterministas energéticos» por su parte…)
En cuanto al recurso a la analogía con Noruega, que sí abordan Turiel y Bordera en su respuesta, quizás sea útil recordar también que no es lo mismo exportar combustibles fósiles que exportar energía renovable. Para empezar, porque la destrucción ambiental y la ocupación del territorio noruego para extraer petróleo y gas no tiene ni punto de comparación con las que supondrían los planes de instalación de eólicos y FV a una escala sin precedentes para producir H2 en España. No me creo que los autores ignoren estas diferencias ecológicas y sociales de la extracción de CCFF con respecto a la producción de H2 «verde», así que sólo puedo intuir que intentan hacer una comparación tramposa para desmontar torpemente la acusación lanzada por Bordera, Turiel y Pérez de que España se quiere convertir en una colonia energética de los países enriquecidos de la UE.
Pero quizás el punto donde la última aportación de Bordera y Turiel ha dejado más cosas en el aire, tal vez con una cierta displicencia argumentativa, ha sido la cuestión del nacionalismo, que es central en la crítica de Santiago Muíño et al. Estos argumentan que la denuncia del colonialismo energético sobre España «desarrolla el marco perfecto para un enfoque que todavía no está presente en España de modo reseñable, pero muy pronto puede estarlo: el del nacionalismo energético de corte reaccionario.» Es decir, ellos afirman que si surge ese nacionalismo no es como reacción a las políticas de la UE sino por culpa de quienen denuncian dichas políticas. Esto me recuerda poderosamente un lamentable tipo de argumentación demasiado común en las Españas. Demasiado común y demasiado rancio. Vendría a ser, así, como si la culpa de que surja el nacionalismo vasco, o catalán o gallego la tuviésemos quienes nos quejamos de la imposición excluyente del nacionalismo español, y no del propio nacionalismo de imposición (el español). El razonamiento y la acusación, por tanto, no sólo me parecen lamentables sino que me preocupan, por lo que puedan revelar de cierta afinidad con esos planteamientos históricos que tanta incomprensión han producido entre las naciones que forman el Reino de España.
Como he señalado antes, Tejero, Santiago y López argumentan que el nacionalismo sólo puede ser de derechas. A la vista está en la historia que lo puede ser también de izquierdas (e internacionalista, por cierto), y que quien lo alimenta tanto en un caso como el otro son los agravios a la nación… Así que cuando hablan de «un discurso cuya salida no va a ser, ni de lejos, un cuestionamiento decrecentista del modelo de desarrollo», deberíamos responder que la salida hacia la derecha o la izquierda ya depende más de la política interna, pero la responsabilidad no es del dedo que apunta a la Luna (en este caso los dedos son los de Pérez, Turiel y Bordera, pero hay y habrá muchos otros).
Para terminar con estas aportaciones sueltas al debate, no puedo dejar de señalar que la mención de Santiago, López y Tejero a los niños muertos por las centrales de carbón me ha llegado a irritar especialmente. Cuando ponemos argumentos teóricos o políticos en la balanza del debate es una cosa, pero si ya empezamos a poner muertos, hay que andarse con muchísimo cuidado. Imagino que los niños que mueran en España porque no tienen que comer, al estar las tierras cultivables que necesitábamos (crecientes gracias a la desmundialización que conlleva el declive fósil y a la caída de las cosechas por el caos climático), porque las tenemos cubiertas por masivas instalaciones fotovoltaicas y eólicas, o por el agravamiento del propio CC causado por lanzarnos como locos a producir pseudorrenovables (algo que imagino que no negarán) les resultan más difíciles de contar… más que nada porque aún no han muerto. Pero que pesen más los muertos presentes que los futuros supone una nueva muestra del supremacismo del presente, que ya he denunciado en otras ocasiones. Porque va a haber muertos, sí. A veces parece que algunos olvidan que el fin de los CCFF y el caos climático van a suponer, con toda probabilidad, la muerte de miles de millones de personas.
Finalmente, me quedo con la duda de si estos defensores del GND consideran que no existe el colonialismo energético en ningún caso y lugar (algo que se podría interpretar fácilmente del título de su texto) o si bien lo que consideran es que, si bien estas existen en otros lugares, España en concreto no es o no puede llegar a ser una colonia energética. Convendría a este respecto, para juzgar hasta qué punto es o no este término una hipérbole —y la función admonitoria que puede jugar en su caso dentro del debate político— tener en cuenta la definición de la RAE («Territorio dominado y administrado por una potencia extranjera»), así como su uso en Historia y en las Teorías de la Dependencia, poniéndolos en comparación con la conocida asimetría de poder existente en el seno de la UE desde sus inicios, cómo ha determinado la política española de la incorporación de este país a la CEE, qué grado de soberanía hemos entregado a «una potencia extranjera», y cómo esto está evolucionando dentro de los planes de dicha potencia para su propio futuro verde y sostenible. Resultaría también de sumo interés analizar la cuestión de un modo multinivel, para comprender cómo ciertos territorios del Estado español vienen funcionando en la práctica como colonias agrícolas o energéticas de otros territorios (el discurso es recurrente por ejemplo por parte del nacionalismo gallego, y Pablo Font nos ha recordado, precisamente a raíz de este debate, que también sucede en Andalucía, y que el elefante en la habitación que no se quiere ver en este debate es precisamente la cuestión de la soberanía), esquema que ahora parece querer extrapolarse entre España en su conjunto y la UE, lo cual duplicaría la explotación colonial de dichos territorios subestatales. También sería interesante dilucidar si España sería colonia de la UE en su conjunto o sólo de ciertos países (Alemania, por ejemplo), o si hay diversos grados de (neo)colonialismo (colonialismo fuerte, colonialismo light, criptocolonialismo, neocolonialismo mediante tratados asimétricos de comercio, colonialismo interno, etc.), y cómo esto se despliega en el llamado colonialismo verde, que hemos identificado como punto débil del GND.
Espero que estas reflexiones puedan contribuir de algún modo al debate, complementando la respuesta de mis compañeros Turiel y Bordera, el análisis inicial al que también aportó Alfons Pérez y la visión desde el andalucismo de izquierdas de Pablo Font.
[ACTUALIZADO a las 14:09 para incluir un enlace de muestra al discurso del nacionalismo gallego sobre el colonialismo energético así como las referencias a la aportación de Pablo Font al debate.]
Gracias por tu post y por abrir el debate que han venido, que vienen manteniendo en CTXT los que tú mismo denominas decrecentistas y greennewdealers.
Me gustaría aportar mi opinión en relación a dos de los puntos discutidos.
El primero es si España será o no colonia energética.
Mi opinión es clara: sí. Lo será porque de hecho, YA es colonia.
Estando España sumida como estaba en una crisis financiera sin precedentes, con una deuda pública que rozaba el 70% del PIB, presionada por la troika y amenazada por los hombres de negro, el 27 de septiembre de 2011 las Cortes españolas, a instancias del entonces presidente del gobierno, Rodríguez Zapatero, aprobaron por vía ordinaria la modificación del artículo 135 de la Constitución. Gracias a esta reforma el equilibrio presupuestario adquirió el status de mandato constitucional.
España ingresaba así, junto con Alemania, Suiza y los Estados Unidos, en el selecto club de los países con “regla de oro”, una herramienta a la que podrían acudir quienes ostentaran a partir de entonces el poder mantener sin ambages, e incluso endurecer, los recortes presupuestarios y la reducción del gasto público. Eran los años del “austericidio”.
Ahora, con la pandemia de la COVID 19, se ha dado un paso en el sentido contrario. En efecto, la limitación del libre movimiento de las personas, la reducción de aforos en locales cerrados y otras medidas similares usadas para resolver la emergencia sanitaria, han tenido su efecto sobre la economía provocando una deceleración que se ha dejado notar no solo en España, sino también en otros países fuera y dentro de nuestro entorno europeo, de modo que la Comisión Europea y el Consejo, sensibles como son a este tipo de problemas, activaron en su momento y sin discusión la cláusula general de salvaguarda del Pacto de Estabilidad y Crecimiento situación que se mantendrá hasta 2023. En base a esto y argumentando que se daban las condiciones de excepcionalidad contempladas en el punto 4 del modificado artículo 135 de la constitución, el gobierno de España decidió en septiembre de 2020 suspender las reglas fiscales durante ese mismo tiempo.
La cuestión es que si en 2011 la deuda pública española según el Protocolo de Déficit Excesivo (PDE) rondaba, tal como decíamos antes, el 70% del PIB, en estos momentos está en torno al 120%.
Se volverán a activar las reglas fiscales, la tolerancia de la Comisión y del Consejo llegará a su fin; el mercado de capitales reclamará lo que dice ser suyo.
Cuando ese día llegue cabe esperar, —así lo contemplan nuestros gobernantes y una parte no pequeña del tejido social—, que el New Deal europeo y su puesta en práctica a través de los planes de recuperación incluidos en el Next Generation sirvan para impulsar de forma decidida la transición energética en los próximos años, hasta llegar a convertirnos en el “hub energético europeo”—una forma más fina, si se me permite, de referirnos a la colonia energética de la que hablan Antonio Turiel, Juan Bordera y Alfons Pérez—. Esto no sólo servirá para hacer frente al pago de la deuda —dicen—, sino que también traerá riqueza y permitirá reducir las desigualdades sociales.
Pero también cabe esperar —es la lógica de un sistema financiero globalizado—, que los planes no sean como se ha dicho. Que debido a la coyuntura actual sea necesario acudir al carbón, al menos mientras se reorganiza con la inestimable ayuda de los estrategas de la OTAN, el mercado del gas. Que sea igualmente necesario reinvertir a mansalva en sistemas de generación basados en la reverdecida fisión nuclear, ya sea remozando viejas centrales obsoletas o construyendo otras a inaugurar en cuanto pueda el político de turno. Que, atendiendo al consejo de los “expertos” y con el apoyo de una población silenciada, se reconsidere la necesidad de acudir al fracking, en socorro de un sistema energético debilitado y como incuestionable fuente de generación de empleo. Y, en fin, que el “hub energético europeo”, ese con el que algunos sueñan, con su hidrógeno verde, con sus minas de litio verde, con sus explotaciones de uranio verde, con sus campos anegados de molinos y huertos solares verdes, con sus gasoductos pintados de verde, con su todo verde, de ese verde que ni es verde viento ni verde ramas, sea la excusa para terminar haciendo de España —hablo del territorio y de sus habitantes— una triste y enorme “zona de sacrificio” en el sur de Europa.
Comprar el territorio y sus gentes a cambio de deuda. ¿De qué otra forma se construyen hoy las colonias?
Y esto me lleva al segundo punto que quiero tratar.
Porque también podría esperarse que a través de la acción política se consiga inclinar la balanza del otro lado. Que la transición energética y ecológica sirva de verdad para mejorar la calidad de vida de las personas y que se haga, tal como preconizan Xan López, Emilio Santiago y Héctor Tejero, de forma compatible con los límites planetarios.
Esa es la dirección que asume Santiago Muiño en el artículo que firma en solitario y al que hacen referencia Turiel y Bordera en su contrarréplica. En efecto, adoptando como propias las enseñanzas de Gramsci, enseñanzas que doy por seguro que comparten también Xan López y Héctor Tejero, defiende Muiño la necesidad de construir “hegemonía ecologista”.
Ahora bien, construir tal hegemonía implica la conquista del significante vacío que, en el discurso del Green Deal Europeo no es otro que la “transformación energética sostenible”. La guerra de posiciones que ello conlleva debería entonces, si se quiere exitosa, ser capaz de integrar de forma paulatina los sentires ecologistas, hoy por hoy contrahegemónicos en sus bases más fundamentales, en el discurso hegemónico y, a partir de ahí, inducir la acción formativa con la que moldear la realidad.
Pero mucho me temo que desplazar hasta ese punto el actual discurso hegemónico del Green Deal Europeo —ese con el que la UE puso un ”hombre en la luna” (von der Leyen dixit),— no es tarea fácil. Menos, en los plazos en que es necesario hacerlo. Más aún, el discurso hegemónico actual ya dispone de los argumentos necesarios —el potencial de las nuevas tecnologías, la mejora de la eficiencia en el uso de los recursos, la formulación de nuevos objetivos energéticos, etc.— con los que eludir el discurso ecologista. Después de todo, es un discurso hábilmente construido para mantener las relaciones de poder actuales en un contexto en el que se sigue valorando, por encima de todo, el crecimiento y la acumulación. El mismo discurso, por cierto, que utiliza Davos cada vez que abre la boca y el que en su momento sintetizaron Ted Nordhaus y otros en su manifiesto ecomodernista (un eco acompañado, por cierto, de un sustantivo de alta intensidad al que supongo que nadie de nosotros se adherirá).
Y dicho todo lo anterior, también yo quiero terminar con una nota de optimismo: Reconoce Emilio Santiago Muiño en el escrito al que hacía referencia más arriba que de las cinco lógicas estratégicas del anticapitalismo que describió Erik Olin Wright, la última de ellas, “huir del capitalismo” había tenido a través de la economía social, “el más exitoso de los experimentos de éxodo fuera del capitalismo que hemos conocido”.
Y me pregunto ¿y si fuera ese el camino a seguir, y no otro?
Abrazos.
Creo, amigo Pepe, que has dado en el clavo, en uno que habíamos dejado —al menos yo— olvidado en el cajón. Has trazado la línea que va desde los planes de ajuste estructural de la vieja escuela del FMI, y que parecía imposible que nos fueran a llegar nunca a nosotros, siendo como somos «del primer mundo», hasta los maravillosos planes Next Generation EU, European Green Deal, etc. Nuestras élites en poco se diferencian de las élites que entregaron a tantos y tantos pueblos del Sur en manos del poder financiero internacional. ¿Aprenderemos de su experiencia? O pensaremos, crédulamente, que para nosotros habrá un trato diferente.
En cuanto a lo de la «conquista del significante vacío» estoy básicamente de acuerdo contigo. No acabo de comprender la insistencia de los newdealers que más pueden compartir nuestro diagnóstico en subirse a un carro que ni va a donde quieren ellos ir, ni tienen muchas opciones de desbancar de las riendas a quienes las sostienen con mano de hierro.
Ahora bien, en eso de que la «economía social» sea el experimento más exitoso de éxodo del capitalismo no las tengo todas conmigo. Habría que ver qué entiende ese autor por «economía social», pero desde luego el cooperativismo en concreto no se ha logrado zafar de la contradicción inherente de tener que competir en un terreno de juego capitalista, lo cual ha acabado con muchas buenas experiencias y otras las ha acabado contaminando hasta hacerlas irreconocibles. Pero no seré yo quien ponga reparo alguno a avanzar por ahí, desde luego.
Lo mismo que Manuel, echo de menos a las mujeres en el debate. En torno a la colonialidad de un país que es frontera con el desierto (J Bordera), sobrevuela la necesidad de ganar unas elecciones, para lo que un programa de decrecimiento no sirve, ya que no contamos con lo que Paticrio Carpio Benalcázar (Buen Vivir, utopía para el siglo XXI) denomina una “Inteligencia social” que supere los enfoques de colonialidad, crecimiento económico y modernización, conceptos que estructuran el paradigma vigente del desarrollo. El decrecimiento solo cuenta con el significante vacío de una transición energética sostenible (Pepe Campana), en cambio la otra parte en el debate cuenta con la industria verde (ESM) y otros oxímoron aptos para ganar mayorías.
Me he querido centrar en el aspecto electoral, aunque no sea tema explícito en el debate, para señalar la ausencia, creo que por primera vez en mucho tiempo, de un contenido compartido por el ecofeminismo en los programas electorales de izquierda. Pienso que es algo importante en este debate y en todos los demás.
Un abrazo