Estamos asistiendo a una explosión de artículos y ensayos que intentar arrojar luz sobre el vertiginoso auge del autoritarismo populista en diversos lugares del mundo, algunos muy interesantes como los que recientemente han escrito Umair Haque y Sergio del Molino, o el que hace un par de años escribió Will Davies.
Sin embargo creo que están faltando un par de factores a la hora de analizar esta preocupante deriva política planetaria, adicionalmente a la cuestión del ocultado colapso civilizatorio y del gigantesco trauma religioso asociado al descubrir paulatinamente que el Dios del Progreso era un ídolo de barro y que las promesas redentoras asociadas al mismo nunca llegarán, al menos para la inmensa mayoría de los seres humanos. Uno de estos factores tiene que ver con lo que Roger Griffin denomina palingénesis, o reinvención/renacimiento de las naciones, y que según él marca la linea divisoria entre el auténtico fascismo y otros tipos de autoritarismo.
Uno de los efectos más evidentes del proceso denominado mundialización (globalización, en su forma anglicista) ha sido una homogeneización brutal de las culturales e identidades, bajo el pensamiento único del Mercado y con el modelo estadounidense dibujado por los grandes medios de comunicación de masas, especialmente la TV y el cine, y en las últimas décadas también Internet, con la punta de lanza de la megaindustria del marketing. Sería el equivalente cultural a la pérdida de biodiversidad. Y es precisamente ese efecto el que ha facilitado, mediante un mecansimo previsible de reacción identitaria, de contestación de rechazo ante la pérdida de sentido de pertenencia, ante el fallo estrepitoso de la alternativa de la identificación mediante el consumo (ya no hay poder adquisitivo, muchas veces no hay ni trabajo, y por tanto la identidad como consumidores globales se resquebraja), el que está favoreciendo que nos vendan otro discurso, el del renacimiento como seres nacionales. Esta recuperación de la identidad robada por la mundialización capitalista-consumista, en principio, no debería tener nada de malo per se; el problema radica en que se está dando en un contexto de colapso civilizatorio que promueve el todos contra todos, y la insolidaridad entre clases, etnias y naciones, del que no se libran ni siquiera los movimientos obreros ni los partidos autodenominados de izquierda. Y quien está monopolizando esa inmensa frustración multifactorial es precisamente la extrema derecha, en versiones nuevas adaptadas a los tiempos, muchas veces camufladas bajo discursos aparentemente legítimos.
El otro factor tiene que ver con el fracaso de la supuesta integración de las poblaciones inmigrantes. Históricamente la progresía ha camuflado bajo el discurso de la integración lo que no dejaba de ser (en el mejor de los casos) mera asimilación. Yo esto lo he experimentado de primera mano, al ser hijo de la diáspora gallega: si los gallegos que emigraron al País Vasco (lo mismo podríamos decir de otros lugares de destino) hubiesen sido realmente integrados, ¿qué debería haber implicado? Dado que integrar significa sumar, hacer una misma cosa nueva, a partir de componentes anteriormente separados, entonces el idioma y la cultura de los que llegan habrían sido incorporada como propios por el país receptor. Y a partir de ese momento, el idioma gallego hubiera debido ser considerado idioma del País Vasco (o al menos de zonas con amplia población gallega, como la Margen Izquierda del Nervión-Ibaizábal), al mismo nivel que el castellano o el euskara. Y lo mismo se podría decir de otros rasgos culturales. Así pues, si realmente quisiésemos integrar a las poblaciones inmigrantes, se estaría enseñando árabe, quechua, mandarín o tamazigh en las escuelas. Lo mismo cabría decir de otros países de Europa, donde se deberían poseer conocimientos básicos por parte de la población aborigen acerca de la lengua, cultura y religiones de las principales poblaciones inmigrantes, así como una educación en Historia expurgada de la visión colonialista de los países de origen y del proceso de mundialización capitalista. Y si no estamos dispuestos a tanto, al menos no vendamos falsos discursos de que nos queremos integrar con dichas poblaciones (puesto que la integración, como suma, es una operacóin bidireccional: no son ellos solos los que se integran a nuestra sociedad, sino que somos nosotros también otro sumando de una operación social que debiera dar como resultado un nuevo concepto, dinámico, de la identidad nacional). Así, la hipocresía del discurso de la integración supone un caldo de cultivo idóneo para todo tipo de conflictos interétnicos.
Por desgracia, esta perspectiva que dibujo sólo puede empeorar en los años por venir. Por un lado, porque el agravamiento del caos climático provocará migraciones de una escala sin precedentes en la historia humana. Y, por otro, porque la falta de una alternativa ante la creciente frustración social derivada del fin del Progreso, en un contexto de Gran Escasez, nos está llevando, por omisión, a la insolidaridad y al conflicto generalizado intra e internacional. Y quienes deberían levantar barreras ante esta deriva y ofrecer canales alternativos para redirigir constructivamente ese desasosiego y rabia social, como son los movimientos de izquierda, religiosos o humanistas-pacificistas, están fracasando estrepitosamente al no diagnosticar correctamente la época que estamos viviendo, estar demasiado atrapados en dinámicas y discursos anacrónicos o simplemente por falta de fuerza o coraje.