La visión convencional del Desarrollo justifica moralmente el hecho de que los habitantes de ciertos países tengamos más que las personas de los llamados países subdesarrollados en el supuesto de que ellos aún pueden (e incluso deben) crecer para alcanzar nuestro nivel. Eso acalla la impresión de injusticia y la necesidad de un reparto justo de la riqueza existente ahora, y deja le pelota en el tejado de los pobres, que son quienes tienen que hacer los deberes y desarrollarse para generar nueva riqueza el día de mañana.
Sin embargo, la visión consciente de los límites biofísicos de la tierra, el sentido común de que no se puede crecer sin fin en un planeta que es finito, la da la vuelta totalmente a esta errónea percepción, para decirnos que, para que todos los seres humanos tengamos los mismos recursos, somos nosotros los que deberíamos des-desarrollarnos; o sea, decrecer (en consumo de energía y de recursos, en generación de residuos…). La pelota queda así en nuestro tejado, y los desagradables deberes de la renuncia y la frugalidad, encima de nuestra mesa.