Sabemos que todos los honestamente preocupados por el callejón sin salida energético en que se encuentra la Humanidad, buscan y enarbolan el Santo Grial de la eficiencia energética, pero muy pocos de ellos se fijarán en que una de las medidas más importantes que cabría tomar para buscar esa mitificada eficiencia sería muy simple y no requeriría ninguna nueva tencología: consistiría simplemente en acercar a los seres humanos a los lugares donde se producen los alimentos que consumen.
Esta —en teoría simple, pero en la práctica política y socialmente mucho más complicada— medida de redistribución de la población implicaría un ahorro descomunal en trasporte, procesado, tratamiento, almacenamiento de alimentos. La verdadera eficiencia está en un sistema que acerca los consumidores al producto consumido, es decir, trasladar al ser que se alimenta allí donde está su alimento (una sola y definitiva vez) y no el alimento (miles de veces) a donde está el ser. Vendría a ser, si se me permite la comparación ganadera, como la diferencia entre la ganadería extensiva donde los animales viven cerca de sus pastos, o directamente en ellos, y la ganadería industrial donde viven estabulados (ciudades, en el caso humano) por comodidad de los criadores (nuestras élites capitalistas) y a donde hay que llevar con descomunal gasto energético, piensos cultivados a miles de kilómetros y procesados para facilitar dicho trasporte.
Eficiencia, sí, claro. Pero de la de verdad.